jueves, 6 de mayo de 2021

2021. Un año después.


Hace ya un año que volvimos de aquel viaje en el que dejábamos atrás un país lleno de vida, para ir sorteando fronteras mientras el mundo se cerrada de forma implacable, precipitando nuestro regreso a una España vacía y triste, que no hemos vuelto a ver como la dejamos. Aún desconocemos cuanto le queda a esto o si algún día volveremos a vivir como antes.
Volví con un buen número de preguntas que ansiaba responder. Algunas de ellas quedaron solventadas el mismo día en que de madrugada llegamos a casa. Para otras aún me cuesta encontrar respuesta.  

No, ese coronavirus no era una broma. En aquel 21 de marzo de 2020 ya había matado a más de 1.400 personas en España, más muertos que los que producen nuestras carreteras en un año. 

Por aquel entonces no estaba claro si la mortandad del coronavirus sería similar al del virus de influenza que provoca la gripe, como algunos médicos defendían. La gripe común fue responsable de la muerte de 15.000 personas en España en solo dos meses y medio de invierno durante la temporada 2017-2018, y mata todos los años alrededor de 5.000 personas en nuestro país. Algo que hasta ahora ni sabíamos ni parece preocuparnos. 

Pero este coronavirus ya ha matado en España a más de 75.000 personas en un año y otras casi 20.000 más han muerto indirectamente por su causa, bien por colapso del sistema sanitario bien por una mala gestión de recursos. 

Os parecerá una broma si os digo que otra de las cosas que me interesaba leer era el Apocalipsis, y la realidad es que su lectura tiene un resultado preocupante. Augura que el río Éufrates se secará y que desaparecerán un tercio de los árboles, de los seres vivientes de la tierra y del mar y que muchos morirán porque las aguas de los ríos se harán amargas. Que la tercera parte del día y de la noche se oscurecerán y un tercio de los hombres morirán a causa “del fuego, y del humo, y del azufre”.
 
Para mi sorpresa, la mayoría de estas cosas ya han ocurrido. El río Eufrates se esta secando debido a las presas construidas por Turquía e Irán en competencia con Irak por su agua.
El informe de la ONG medioambiental WWF Índice Planeta Vivo (IPV) 2020 nos informaba que entre 1970 y 2016 las poblaciones de vertebrados (mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces) se han desplomado un 68%. Más de dos tercios de los animales que habían han desaparecido. Debido a la contaminación y sobre-explotación comercial, los ríos son los que más han sufrido, perdiendo en torno a un 84% de la fauna de agua dulce. La masa forestal, aunque hay zonas en las que se recupera y hay más árboles de los que se pensaba, se ha reducido en un 46% desde el inicio de la civilización humana, según un estudio publicado por Nature en 2015. En un informe publicado por la ONU en el año 2019, se informaba que los ecosistemas naturales se han reducido en promedio, un 47% desde 1980, a lo que ha contribuido más la explotación agrícola que los incendios forestales. 

La contaminación atmosférica y lumínica impiden que podamos ver el sol y las estrellas como lo hacían nuestros antepasados en el tercio del mundo desarrollado donde vivimos. Sus noches estaban decoradas por una cúpula de estrellas que yo tuve la suerte de ver, suspendida sobre el desierto, hace ya unos 25 años. Siquiera la reducción de la contaminación que se produjo durante el confinamiento fue suficiente para deleitarnos con semejante imagen. Tampoco contribuyeron las lluvias de esos días, paradójicamente provocadas por el aumento de la temperatura en el que fue el año más caluroso en la historia del mundo y de España

Lo que no parece estar ocurriendo es la muerte de un tercio de la humanidad. De los 5.000 millones de habitantes que pisaban la Tierra en 1987, hoy día somos 2.700 millones más. Cierto es que la contaminación a día de hoy es responsable de 1 de cada 5 muertes en el mundo, pero no parece que estemos en riesgo de desaparición y mucho menos, que este coronavirus, al menos en su forma actual, vaya a poner en peligro la existencia humana. 

No se sabe hoy mucho más de lo que ya se sabía sobre ese virus que me imbuía en lecturas aquel 21 marzo, aunque se sabe suficiente. 

Según la OMS, la letalidad (muertes/infectados) del Covid-19 a nivel global es del 3,4%, la misma que se dio en China. En países desarrollados, con buenos sistemas de salud pública, la letalidad ha sido bastante más baja. En España, uno de los países con mayor cantidad de muertos por COVID-19, la tasa de letalidad ha sido del 2,3%. El 80% de los fallecidos eran mayores de 75 años y con patologías previas. 


Se considera que la tasa de letalidad del virus entre menores de 60 años no llega al 1%. (+ info). El virus siquiera provoca síntomas en el 40% de infectados (asintomáticos), y la mayoría de los que se infectan padecen síntomas leves, solo un 20% requieren hospitalización.  Un infectado no contagiará a más de una o tres personas (R0= 1.4 –2.5), pero para cuando aparezca el primero con síntomas claros, habrán muchos más infectando.
Con datos actualizados, más de 150 millones de personas en el mundo han sido infectadas de COVID-19, muriendo más de 3 millones de ellas. Esto implica que la enfermedad ha infectado a casi el 2% de los habitantes del planeta, matando al 0,038%de ellos.

 

A nivel nacional, siendo España uno de los países más castigados por el virus, 3,5 millones de personas se han infectado y 78.000 han muerto por esta causa. En porcentajes, el 7,5% de población se ha infectado y el 0,16% ha fallecido debido a la enfermedad.

 


Comparando estos datos con otras epidemias del pasado, como la peste, que mató entre el 30%-60% de la población mundial en dos siglos, o la gripe del 18 a principios de s. XX, que mató al 10% en dos años, constatamos que este virus SARS-COV 2, que provoca la enfermad del COVID-19, en términos apocalípticos, y parafraseando a mi admirado médico granadino, Jesús Candel, es una MIERDA VIRUS.

 

Paradójicamente el virus implica un riesgo para la salud de la mayoría de nosotros, menor que el de la inactividad física, responsable del 13,4% de las muertes en España y llevándose más de 52.000 vidas al año (+ info). Pero todos acatamos la orden de encerrarnos bajo arresto domiciliario durante casi dos meses de nuestra vida.

 

La pregunta que me remueve el estómago desde aquellos días es: ¿Cómo lo consiguieron?, ¿como consiguieron encerrarnos a todos, incluso aceptando mayores privilegios para los perros que para nuestros hijos?. ¿Cómo pudimos aceptar una cosa así?.

 

Por primera vez en la historia de la humanidad, gobernantes conseguían encerrar a la población de países enteros.


Concretamente en el caso de España, millones de personas estuvimos literalmente confinadas en nuestras viviendas durante mes y medio, sin poder salir más que para que un adulto fuese a comprar. 15 días más en los que solo uno de los progenitores podía sacar a pasear a los niños durante una hora al día. En total, dos meses en los que cada familia tuvo prohibida la interacción con ningún otro ser humano sin prácticamente poder pisar la calle (+ info).

 

Durante aquellos días, casi ninguno de nosotros conocía muerte alguna por covid de familiares, amigos o allegados. Difícilmente conocíamos gente infectada, aunque muchos nos emparanoyamos de estarlo. De hecho, a día de hoy, la mayoría de nosotros no tenemos muertos cercanos por la enfermedad. Pero aunque el virus no nos estuviese afectando directamente, todos acatamos unas restricciones a nuestra libertad inimaginables solo unos días antes.

Decíamos que lo hacíamos por los mayores, por nuestros padres, porque los queremos vivos, por no colapsar el sistema sanitario y tener que elegir a quien salvar. Y de hecho, la estrategia de confinarnos y limitar los contactos, si los cálculos del modelo matemático del Imperial College de Londres eran correctos, extrapolados a la población española, nos han ahorrado 100.000 muertos, el doble de los que tenemos de no haber hecho nada.

 

Pero esa explicación de salvar a los abuelos para justificar la estrategia de encerrarnos en cuevas, todavía resuena en mi cabeza, cuando aún en el extranjero, los medios mostraban los cadáveres amontonados en unas residencias convertidas entonces en mataderos. Nadie se preocupó de sacar de allí a los abuelos. Este hecho ha sido denunciado recientemente por Amnístia Internacional. De las cerca de 30.000 muertes por Covid-19 que tuvimos en España hasta que terminó el confinamiento a finales de junio, 20.000, dos tercios, murieron en las residencias de mayores.

 

Ni el gobierno ni las autonomías prohibieron nunca a las familias sacar a sus ancianos de las residencias, no pueden hacerlo. En la guía para residencias del 24 de marzo 2020 se prohibieron las visitas y las salidas de paseo de los centros, no el hecho de prescindir de sus servicios.

 

La cruda realidad es que nos encerramos porque nos obligaron a ello, porque nos obligó el gobierno, y acatamos la orden por miedo, unos al virus, otros a las multas y la mayoría a una mezcla de ambos.

 

Todo lo que hemos hecho es debido a una maniobra de propaganda del miedo, al mejor estilo goebbeliano, que se extrapoló de China a Italia, España y otros países que nos sucedieron. Los aplausos a los sanitarios, los carteles, el resistiré, las informaciones de expertos en los medios, el asedio policial, todo se copió de la estrategia usada en China con los habitantes de Wuham (+info).

 

Concretamente en el caso de España, pese al aumento de la audiencia en un 40%, el Gobierno dotó 15.000 millones de euros en ayudas a televisiones privadas (Real Decreto-ley 11/2020, de 31 de marzo), (las ayudas directas para autónomos y empresas han sido de 7.000 millones de euros) y redujo el IVA del 21% al 4% a los medios de comunicación digitales. Se aseguró así de que todos los canales de información públicos y privados abrazasen su estrategia de contención del virus, además que la sobre-información de la tragedia mantuvo audiencias en niveles nunca vistos (+ info). Cualquier discrepancia con las medidas adoptadas fue duramente criticada desde las más altas instancias del Gobierno (EEUU ha denunciado al Gobierno español por «violencia y acoso» contra la libertad de expresión y de prensa en 2020 (+ info). Y los sectores de población políticamente afines al Gobierno, se encargaron gratuitamente de desprestigiar y ningunear cualquier opinión crítica con su gestión o su percepción sobre la gravedad de la epidemia.

El resultado fue un bombardeo diario de muertos y noticias sobre el Covid, al que aún estamos sometidos, que acabó aterrando a buena parte de la población española, generando un consenso para acatar las medidas adoptadas y posponiendo cualquier ápice de disidencia al futuro. Y esto a su vez permitió la instauración de un estado policial, que muchos aplaudieron, traducido en más de un millón de multas y 9.000 detenidos bajo una interpretación arbitraria y abusiva del estado de alarma, como así lo ha recogido el propio Tribunal Constitucional. Amnistía internacional también ha denunciado al gobierno español por este hecho (+info).

Hemos estado meses lavándonos compulsivamente las manos para saber ahora que la transmisión por contacto es mínima,  5 por cada 10.000. Nos obligan a llevar mascarillas en calles vacías o a reducir el contacto a cuatro o seis personas en terrazas, cuando ni la OMS ni los CDC de EE.UU reconocen la transmisión aérea como vía de infección y toda la comunidad científica comparte que la infección al aire libre solo es posible en masificaciones (+info). Muchos continúan sin ver a sus padres en sus casas cuando la mera recomendación de abrir ventanas y mascarillas es suficiente para evitar la infección.

Lo que hicimos antes y lo que continuamos haciendo ahora, no es realmente por salvar a nadie, sino porque nos obligan a ello y obedecemos gracias a una política del miedo.

 

Molestias como desnudarse al entrar en casa, limpiarse los zapatos o desinfectar toda la compra, cuando muchos siquiera veían a sus mayores, desaparecieron en cuanto el gobierno eliminó las restricciones. Hemos criticado ver a padres con niños en la calle, tras días encerrados, cuando al día siguiente lo hacíamos todos porque el gobierno nos lo permitía. Dejamos de ver a nuestros padres durante meses con menos de 500 infecciones al día, y la mayoría de ellos pasaron por nuestras mesas en navidad, con ratios de más de 10.000 nuevas infecciones diarias. Hemos seleccionado nuestras amistades como si unos infectásemos más que otros, hemos señalado a algunos por hacer lo que después hemos hecho nosotros.

 

El virus nos ha puesto frente a un espejo. Somos igual de humanos que los habitantes de aquellos pequeños pueblos que en el s. XIV, afectados por la peste, y en palabras de Boccaccio, eran aislados porque “los sanos visitaban o se comunicaban con los que habían adquirido el mal”. Pero a aquellos se les aislaba a punta de espada y no había forma de encerrarles en sus casas, eso les hubiese matado de hambre. A nosotros, en cambio, se nos ha aplicado un método más sutil, la propaganda del miedo.

 

Lo trágico es, que el conjunto de restricciones impuestas por los gobiernos junto a la sucesión de noticias sobre muertos y sobre el virus, ese fenómeno de la pos-verdad con el que convivimos, nos ha cegado a los hechos.

 

Un simple vistazo a cualquier ranking de países que muestre las defunciones por covid/ habitante (https://www.worldometers.info/coronavirus/#countries), nos muestra que da igual no hacer nada para contener al virus, como ha sido el caso de Brasil, México o Suecia, que hacerlo a medias como ha sido el caso de España, Bélgica, Italia y casi toda Europa. Por más restricciones que se impongan en un momento dado, los muertos son los mismos si luego permites la entrada del virus por tus fronteras para que continúe circulando de nuevo.

(Ver tabla anexa tras artículo)

 

Aunque no se impongan restricciones, como fue el caso de Suecia, la gente se cuida y evita juntarse, manteniendo un ratio de infectados entre la población del 7%, similar al de España con todas las restricciones que nos han impuesto. Pero Suecia ha salvado su economía, y la caída de su PIB en 2020 ha sido del 3%, mientras la caída del PIB en España ha sido del 11%, la mayor de toda la OCDE.

 

Se sabía desde un principio que este cororanavirus era un arma de doble de filo contra la humanidad. Si se aplicaban duras restricciones de movimiento se destruía la economía y si no se hacía nada se pagaba con muertos.

 

Pero las restricciones manteniendo el virus en circulación han resultado contraproducentes. El virus ha demostrado que no podemos dejar de comportarnos como humanos de forma indefinida. Mientras Bélgica ha implantado sucesivamente estrictos confinamientos y cierres en sus negocios, su vecina Holanda aplicó lo que llamó un “confinamiento inteligente”, en el que el aislamiento era solo una recomendación y la mayoría de sus comercios, no bares y restaurantes, permanecieron abiertos. El resultado es que Bélgica sufre una de las tasas de fallecidos más altas del mundo mientras Holanda mantiene ratios relativamente bajos.

 

Solo aquellos países que han aplicado una estrategia de COVID-0, en la que al virus se le detecta y contiene desde el principio, erradicándolo e impidiéndole la entrada a través de las fronteras, se han salvado de la tragedia.


Países como Nueva Zelanda o Tailandia, muy dependientes del turismo, que desde el inicio cerraron sus fronteras y confinaron a su población (aún así podían salir a tomar el aire), hoy están funcionando casi con completa normalidad. Otros con paupérrimos sistemas de salud como Mongolia o Grecia, han sido exitosos con la misma estrategia. Cuba, que además de cerrar su frontera y aislar a la población infectada, ha aplicado tratamientos médicos baratos, ha reducido enormemente su número de muertos. Tratamientos baratos como los que aplicaron los médicos toledanos de Yepes, con el resultado de 0 muertos entre los ancianos infectados de las residencias que atendieron, y a quienes nuestro gobierno ha hecho caso omiso.  Otros como Corea del Sur y Taiwan, gracias a la detección rápida de infectados mediante tests y tecnología y controlando sus fronteras, siquiera han necesitado aplicar restricciones a la población para contener el virus. 

El resultado en todos estos países, es un reducido número de muertes y un menor deterioro de su economía. Gracias a esta estrategia, Oriente lleva ahora las riendas del mundo, siendo las únicas economías que crecieron en 2020, con China a la cabeza.

A China se le han cumplido los buenos augurios que le pronosticaba su año de la rata de metal, la llegada de una nueva era de cambios radicales y bonanza.  Todas las predicciones apuntan a que esta será la mayor economía mundial en esta década.

 

Por el contrario, tras un año de pandemia, los españoles podemos constatar los resultados de las absurdas medidas a las que nos han sometido, del trato humillante que nos ha impedido movernos por nuestro país cuando cualquier extranjero accedía sin control alguno y de la crueldad de reprimir juntarnos desde que comenzó todo esto: Una de las mayores tasas de muertes del mundoel mayor decremento del PIB de la OCDE y una tasa de desempleo del 15,3% que no sabemos cuanto alcanzará una vez el paro efectivo del 35% actual, entre parados, afectados por ertes y autónomos en cese de actividad, se traduzcan en paro real (+info).

 

Esta es la realidad que no nos ha dejado ver el bombardeo diario de muertos o el politiqueo que señalaba a la Comunidad de Madrid por abrir los bares, con menor tasa de muertos por habitante que otras que han aplicado todo tipo de restricciones (+info).

 

Hicimos lo que debíamos hacer, no podemos recriminarnos por ello. Ahorramos miles de muertos mientras nuestros sanitarios se enfrentaban a una ola de enfermos que nadie esperaba, sin siquiera disponer de mascarillas y protegidos por bolsas de basura. Tuvimos el record de sanitarios infectados tras esa primera ola y a día de hoy son más de 100.000 los que se han infectado.

 

Pero no se nos puede pedir dejar de ser humanos por tiempo indefinido, y por ello nos hemos seguido infectando y han continuado habiendo muertos.

 

Los mismos que nos han dado las vacunas nos advierten que esto puede que aún no haya acabado. La inmunidad de las vacunas es temporal, el virus seguirá circulando por el mundo porque no todos recibirán vacunación y volverá mutado (+info). Independiente de este u otros virus que puedan venir, el mundo va a enfrentarse a nuevos retos para nuestra supervivencia, producto del cambio climático que nosotros mismos hemos provocado. Esto requerirá cambios en nuestra forma de vivir y posiblemente nuevas restricciones y nuevos confinamientos. 

 

Pero si el precio a pagar para sobrevivir es perder nuestra humanidad, el hecho de amarnos y de amar lo que nos rodea, dudo haya hueco en la Tierra para nosotros.

 

Quizás debamos ir pensando que más nos vale ponernos en manos de la naturaleza antes que en las de los gobiernos de los hombres. Al menos hasta la fecha, para sobrevivir esta nunca nos exigió dejar de ser lo que somos, humanos. 





TABLA ANEXA. Posición de países en ranking de defunciones covid / 1M habitantes, variación PIB anual 2020 y estrategia contra el virus aplicada: 












domingo, 20 de diciembre de 2020

Jueves 20 de marzo. Budapest – Madrid – Castellón. El final.

 Aquel viernes se había levantado un día precioso. Soleado, cálido, como si la vida nos quisiese brindar una última oportunidad para disfrutarla antes de ser encerrados. A mi me sabía a recibir un último deseo de reo, antes de ejecutarse su pena, ese último cigarrillo que debe ser saboreado. 

Nuestro vuelo salía a las 15:20 horas, hora en Budapest, una hora menos en España, lo que implicaba que, si todo salía como estaba previsto, la pena se ejecutaría a las 18:35 horas, hora de llegada de nuestro vuelo a Madrid. Sentía verdaderas prisas por bajar a la calle, pero antes de espabilar a todos quería atender lo que había llegado a los grupos de whatsapp.

Cuando uno asume su condena, y se ve con un pie fuera y otro dentro de prisión, parece que comienza a empatizar con los de su misma condición, y algo así parecía estar ocurriéndome a mi. Mientras me fumaba ese primer cigarro nada más levantarme, pasadas las 9, iba recorriendo todos los mensajes que publicaban los prisioneros en España. 

Vídeos, advertencias o debates por los que no había sentido interés a lo largo de esos días fuera de España, ahora me provocaban curiosidad. Consultaba a mis primos por un vídeo de coches pitando parados en una rotonda en la que se hallaba, con sus luces encendidas, una ambulancia. No entendía aquello, y ellos se mostraban emocionados. Me respondió mi cuñado que era el homenaje diario a los sanitarios. Yo estaba demasiado enfadado con el mundo como para empatizar con tanto apoyo colectivo.
Otros parecían como si estuviesen viviendo un Walking Dead, hablando sin complejos sobre el Apocalipsis o el fin de los tiempos. 


Pasé a entretenerme con el cachondeo en el grupo de la peña que estaban provocando unas curvas estadísticas que yo había reenviado la noche anterior. Se trataban de una publicación de la Universidad Politécnica de Valencia que envió un amigo de Madrid, pronosticando la incidencia del virus en el mundo a lo largo de los próximos meses. A partir del 28 de abril la curva de infecciones diarias comenzaba a bajar, según sus análisis, que aclaraba mi amigo, no habían contado con los efectos positivos que produciría el confinamiento. Unas predicciones que este entendió tan halagüeñas que compró unas entradas para un concierto poco después de esa fecha, y yo, con la intención de traer conmigo buenas nuevas, las había enviado precipitadamente al resto de los grupos.
Observando de nuevo esas curvas con detenimiento, me daba cuenta que la pena se alargaría más de lo que mi amigo había entendido. Solo a finales mayo, la incidencia del virus sería lo suficientemente baja como para ir recuperando la libertad. El 28 de dicho mes concretamente, se marcaba como el momento en el que los casos estarían por debajo de los 100.000 nuevos diarios, y China, con solo un centenar de nuevos casos por aquel entonces, aún mantenía confinada a parte de su población. La prisión domiciliaria a la que habíamos sido condenados se alargaría cuanto menos dos meses, si esos análisis eran correctos. Demasiado tiempo como para perderlo dentro de un apartamento mientras el sol brillaba fuera en la calle.
Terminé de atender a los que nos consultaban por los detalles de nuestra vuelta y espabilé a todos para levantarse. En poco más de una hora yo había conseguido salir de allí, dejando a mi mujer terminando de cerrar los bultos y con algunos de mis hijos acompañándome en la misión con la que había sido despachado: Hacerme con guantes, mascarillas y gel hidroalcohólico para nosotros y al menos los mayores de ambas familias. Tarea arduo complicada, pues en todos esos días no habíamos encontrado nada de aquello en ningún sitio, por lo que intuyo mi mujer pretendía le dejase de molestar durante un rato con mis prisas. 

Todos los negocios de nuestra calle, a excepción del supermercado, habían cerrado. Incluso ese camarero parlanchín de enfrente, que a lo largo de esos días se hacía cada vez con más indumentaria para protegerse, finalmente había echado el cerrojo. 

Observé un buen número de grandes bultos apoyados en la fachada de uno de los edificios colindantes. Eran ocupas, no me había dado cuenta antes que allí había un edificio o local ocupado. Por lo que se ve, se trataba de esa clase de pijocupas, de familias bien, distribuidos por toda Europa, que asustados ahora por el coronavirus corrían a protegerse en el seno de sus pudientes casas. Estaban llenando la calle de bolsas y muebles viejos que dudo fuesen a introducir en un avión, por lo que aquello quedaría allí tirado. 

En un chino cercano pude encontrar mascarillas, de pintor, que el chino con todo el morro vendía a 2 euros la pieza. No éramos los únicos ocupados en aquella búsqueda. Allí se encontraban tres españoles jóvenes, escudriñando la caja de mascarillas, que por lo que me explicaron, tras saber que el gobierno búlgaro cerraría el próximo lunes la frontera, habían decidido volverse a casa. Nos repartimos las mascarillas como pudimos, y al menos me hice para mis padres y los dos mayores de la familia de mi mujer. 

Con algo ya en mis manos, desistí de seguir buscando y acudí a sacar a mi mujer del apartamento. Para mi sorpresa, ya estaba abajo, tratando con recepción para guardar los bártulos en algún sitio.

Sabiendo que el viaje se había quedado a mitad, y que habíamos tenido poca oportunidad de gastar dinero, se me antojó darnos un capricho que por austeridad nunca nos damos. El primer día de nuestra llegada a Budapest, mi hija mayor y yo nos fijamos en un precioso restaurante, llamado New York café. Luego leí que se trataba de un lujoso café con más de un siglo de historia y que en su momento fue lugar de reunión de los grandes pensadores de Europa. 

Obviamente el lujo en sus interiores se habría de pagar, pero vaya, un día es un día y un desayuno no podría costar tan caro. Les comenté a toda la familia que les quería dar una sorpresa por nuestro último día, aunque a mi mujer le informé del detalle antes que me la montase a la entrada. La verdad que le costó entrar, escapándose a las tiendas de al lado antes de hacerlo. Pero viendo que habían entrado todos conmigo no le quedó más remedio que aceptar el despilfarro. 

El espacio era precioso. Todas sus paredes, columnas y techos pintados a estilo renacentista, enormes
lámparas y espacios tan amplios que recordaban al Versalles. Si no habíamos encontrado gente en la calle hasta llegar allí, menos aún dentro. Solo una pareja de japoneses y dos mujeres en la primera planta fotografiándose a lo Instagramer, compartían con nosotros el recinto. 

Desde luego que barato no era, creo 60 euros un desayuno para dos. Pero entraban un montón de bollos y bocadillitos, zumos y cafés, como para abastecernos a todos. Nos quedamos. 

El rato que pasamos allí no fue tan agradable como para merecer el dispendio. Niños subiendo y bajando escaleras tras protestar continuamente por la comida, hicieron que aquel lugar no fuese el más idóneo para nosotros. Y la realidad es que los bocadillos no estaban tan buenos, lo que me recordó lo estúpido de pagar tanto por abastecer el estómago. 

Tras desayunar, tomarnos unas fotos e inspeccionar el lugar, lo abandonamos. Nos dirigimos a nuestro espacio natural, una terraza con jardines fuera para que los niños no molestasen. 


A mi mujer y a mi todavía nos dio para un par de buenas cervezas que nos supieron a gloria, a pesar de la antipatía con la que atendían los camareros, posiblemente por los “bozales” que ya les habían puesto. 
Conversamos, dimos de comer a los niños, enviamos fotos a los grupos y le pedí a mi hermana que me dejase tranquilo mientras me daba la tabarra por una broma que había enviado a los grupos. Ya no hubo tiempo para más, nos teníamos que despedir de aquella bonita ciudad. Un shuttle nos esperaba en la puerta del apartotel para trasladarnos al aeropuerto. 

El aeropuerto estaba animado. Habían jóvenes erasmus por todas partes partiendo en vuelos de regreso a sus casas. En el autobús que nos desplazaba através de la pista de aterrizaje, consulté a unos chicos españoles por el porqué de volverse a casa a encerrarse. En Bulgaria no estarían confinados. Los chavales me reconocieron la paradoja de su decisión, confesándome que muchos habían optado por quedarse, pero ellos prefirieron volver con sus familias ante la incertidumbre del tiempo en que se alargaría la situación. Los entendí. Lo hacían por cariño a los suyos, por estar con ellos.  

El avión estaba abarrotado, desde luego que esos vuelos baratos que había lanzado a última hora Ryanair
fueron la oportunidad de volverse para muchos españoles viviendo en Budapest. Y como si tuviésemos prisa por llegar, el avión despegó antes de tiempo.

Teníamos cuatro horas de vuelo por delante, pero la entrada en prisión se pospondría, quizás hasta el día

siguiente. Antes de partir a Castellón, aún debíamos ir a casa de mis padres a recoger el coche allí aparcado, y a dejarles en el buzón las mascarillas que les habíamos comprado. Tenía terminantemente prohibido por mis hermanos verles.  Por si la salida de Madrid se demoraba, habíamos contactado con un señor para alquilar una casa a medio camino, en la zona de Motilla, y aunque la idea de retrasar la ejecución de la pena ya no me producía ningún sosiego, durmiendo en un pueblo clausurado, al menos podía dejar de conducir si el cansancio se me apoderaba en el camino. 

Mientras observaba como nos alejábamos de tierra firme, me asaltaban algunas de las preguntas que me había hecho durante esos días. España ya había superado los 100.000 casos de infectados, diez veces más que la temida cifra del gobierno antes de partir, y habían más de 1000 muertos por coronavirus. ¿ Pero era esa cantidad lo suficientemente horrenda como para encerrar a todo el mundo en sus casas?, ¿cuantos muertos había al año por accidentes de tráfico? y nos permiten conducir. El porcentaje de muertos con respecto a casos detectados era de casi el 13%, muy superior a los índices del 3,4% que se habían encontrado en China. ¿Qué estaba ocurriendo?. Cuatro horas de vuelo dan tiempo para pensar, pero sin acceso a Internet no podía encontrar respuestas. Desde luego, en cuanto me encerrase en España, me dedicaría a contestar estas y otras tantas preguntas que me ocupaban la cabeza. Ahora, lo mejor que podía hacer, era dedicar ese tiempo a dormir…



Rara es la vez que he podido dormir con profundidad en un vuelo, pero recuerdo que aquel día lo hice. Tras desperezarme pude observar desde la ventanilla del avión como nos acercábamos de nuevo a tierra, a mi ciudad natal, y la imagen era desesperanzadora. La M-30 y M-40 que se observaban desde el avión mientras nos acercábamos a barajas, pasadas las seis de la tarde, en lo que era una hora punta, estaban vacías. Como si aquella ciudad que siempre he conocido llena de vida hubiese muerto. 

Dentro del aeropuerto el ambiente era aún más tétrico. Separados en el avión, fuimos casi los últimos en abandonarlo, mientras esperábamos para salir todos juntos de allí. Habiendo perdido de vista a todos los pasajeros que nos acompañaban, en el aeropuerto no había nadie, más que los policías de las cabinas de salida y un trío de guardia civiles charlando que ni nos miraron. Siquiera recuerdo ver a personal de limpieza o de otro tipo por allí. Nadie, más que nosotros protegidos con unas mascarillas cutres recorriendo los pasillos vacíos del aeropuerto. Menos mal que mis padres nos habían preparado bocadillos para el viaje, porque no solo el aeropuerto, sino toda España había cerrado. 

En el momento de echar mano al móvil para avisar de nuestra llegada a mis padres y a los grupos, lo primero que me encuentro es un nuevo mensaje de mi hermana mayor. Nuevamente me avisaba de no cruzar la puerta de casa de mis padres, ni besarles ni abrazarles. Aquello ya sería la guinda, por usar un eufemismo. Me limité a pedirle que me dejase en paz, pero creo tener ya escrito, a punto de enviar, un vete a la mierda. En ese momento decidí no volver a hablar con ella hasta que hubiese pasado tiempo suficiente como para poder hacerlo. Tardaría mes y medio, no sin que hubiesen habido antes un intercambio de mensajes en esa misma línea.

Llamé a mis padres. Les comenté que recogería el coche y me iría, dejándoles unas mascarillas y algún souvenir en el buzón. Luego envié a todos los grupos un mensaje informando de nuestra llegada, indicando que si me encontraba un zombi en el aeropuerto, le invitaría a un whiskey. 
Estupideces de la burocracia española, nos obligaban a coger dos taxis para desplazarnos toda la familia. Los pobres perdieron los únicos clientes que tendrían posiblemente en bastantes horas. 
Un Uber nos dejaría en menos de 15 minutos en casa de mis padres. Acababa de encontrar la primera ventaja del confinamiento. Aparte de circular por autopistas vacías, tampoco ves policía, lo que reduce mucho los tiempos de viaje. 

Me dirigí al portal de mis padres mientras con el mando a distancia abría el coche para que entrase el resto de la familia. La imagen era verdaderamente desoladora. Un frío del carajo, en ese momento lloviznando y ni un alma en el barrio, solo una vecina paseando al perro, con la que intercambiamos algunas palabras a varios metros de distancia. 

Tras llamar al portal para que me abriesen, me dirigí al buzón, tal y como había indicado a mi padre que haría. Pero mi padre me bajaría los bocadillos, a pesar de indicarle que los dejase en el ascensor. La realidad es que no espera otra cosa. Aquella situación, frente a mi padre en el portal, alejado de él, sintiendo miedo de tocarle, me resultó uno de los momentos más tristes de mi vida. Gracias a Dios, no recuerdo como fue, pero le acabé dando un fugaz abrazo. 

Nunca había vivido nada igual, me cuesta recordar momentos más tristes en mi vida. Había dejado España en una situación de normalidad, con la gente yendo al trabajo y los niños al colegio. Había comido en restaurantes, había gente en mi barrio y había besado a mis padres. Y ahora no había nada, siquiera besos. Me sigue costando creer haya pandemia que justifique eso. Otra pregunta a responderme: ¿Habría algún precedente en la historia de la humanidad en la que a los mayores se les dejase solos por una pandemia?. Esta pregunta aún hoy me sigue removiendo. 

No pude disfrutar en el viaje de vuelta a casa de un capricho que pensé me daría el bicho. Ese cielo estrellado que esperaba ver en la meseta por la reducción de la polución resultado del confinamiento.  Hicimos todo el viaje lloviendo, con un frío que me costaba recordar en el mes de marzo. Todos los restaurantes de carretera cerrados, muchas de las gasolineras, ni un solo policía en todo el camino, ni un solo turismo, solo algún camión de vez en cuando nos haría compañía en el viaje. Solo tenía ganas de llegar a casa. 

El propietario de la casa que queríamos alquilar nos lo puso fácil. Un buen hombre que sentía miedo de infectarnos por haber estado visitando a alguien en un hospital. No nos puso problemas para renunciar a la reserva. 

Hicimos una parada rápida en el parking de una gasolinera para comernos los bocadillos. El frío era tan intenso que todos nos metimos de nuevo en el coche. Terminamos de comer, nos fumamos un último cigarro antes de llegar a casa y proseguimos el viaje. 

Al llegar a la nacional, entrando en Castellón, nos encontramos con algún turismo que salía de las fabricas. Habría pensado en otro motivo más plausible que explicase esos coches circulando, pero el burdel de las palmeras, el más grande de la provincia, había cerrado. Debía ser la primera vez en la historia que incluso las prostitutas habían dejado de trabajar. 

La policía solo nos la encontraríamos cuando entrábamos en casa. Unos locales se cruzaron con nosotros, dando la vuelta a toda la manzana para atraparnos en mi calle. Baje con tranquilidad para enseñarles los billetes de avión y mientras me acercaba a ellos casi salen corriendo. Me rogaron me detuviese tratando de ver la imagen de los billetes a varios metros de distancia y amenazándonos con que nos arriesgábamos a multas de sesenta mil euros por andar en la calle. Comenzaba una era en nuestras vidas, el miedo a un estado policial que puede multarte por vivir. 

Ya en casa, en la madrugada del día siguiente, escribí en los grupos: 
“ Justo antes de llegar a casa, chivatazo y policía. Como cumplimos estrictamente las reglas no ha habido multa. A parte les hemos informado de estás según el boe: ellos las pasaban de 300-1000 eur a 6.000 -60.000 !!”.

Habíamos llegado a casa, o lo que fuese de ella.



domingo, 29 de noviembre de 2020

Jueves 19 de marzo. Budapest. La derrota.


Aquel día los grupos en España se levantaban con aire jovial. “Felicidades a todos los papas, felicidades a todos los Josés”, se repetía en todos ellos. Era el día de San José, tradicionalmente el día de los carpinteros más que el de los padres, pues como padre al santo solo se le ve en el Belén. Antaño todos los carpinteros de Valencia quemaban en este día su material sobrante, lo que dio lugar a las Fallas que este año el coronavirus había cancelado. Ahora, encerrados desde hacía días, los más pequeños se habían entregado a hacer dibujos a sus papas que estos mostraban emocionados en la red. 

Resultaba gratificante observar como, incluso en las adversas circunstancias que estaban sufriendo, todos ellos habían encontrado vías para sobrellevar el encierro con cierta alegría. Los de Madrid trasnochaban en interminables videoconferencias grupales con las que se estaban viendo más que nunca, otros enviaban bromas, otros enviaban porno y los de la peña estaban de fiesta. Uno de ellos, el más bicho, había construido una mascletá que haría estallar a las 14 horas, como aquel día se hubiese hecho en Valencia. La mascletá ahora retumbaría en los jardines de la comunidad de mi amigo y la peña estaba expectante por la llegada del momento.

No tengo mal perder, y todo aquello me ayudaba a afrontar la idea de que en un par de días estaría encerrado como ellos. Quizás no era tan malo, pensaba. 

A decir verdad, una pequeña picardía me rondaba por la cabeza, que me impedía asumir completamente la derrota. ¿Y si aún nos cancelan el vuelo y nos tenemos que quedar? Un as en la manga que a algunos les comenté, cuando en esa mañana nos habían felicitado por la decisión tomada.

El caso es que no habían noticias de más cambios ni cancelaciones y por ahora nos volvíamos al día siguiente, por lo que el tiempo valía más que el oro. Pero aquel día ninguno en la familia parecía tener prisa por salir del apartamento. Poco quedaba por ver en una ciudad que paulatinamente se había ido cerrando durante nuestra estancia y la cancelación del viaje nos había liberado de las prisas por cruzar la próxima frontera antes de que cerrase. Los niños estaban entretenidos dándome mis regalos, mi mujer hablaba con su madre y mi hija mayor con su madrina, una buena amiga que se mostraba muy preocupada por la aventura. 

Aproveché yo también para llamar a mi padre y felicitarle. Se encontraba bien. Es de estas personas que cuando las cosas van mal siempre se muestra sereno y de haberle visto la cara, seguro presentaba una sonrisa no tan habitual en él. Había asumido la idea de no salir de casa, algo a lo que hasta entonces no había estado muy dispuesto. Quien peor parecía llevarlo era mi madre. Un “culo de mal asiento”, como dicen en tierras valencianas, que no sabe vivir sin estar en la calle, algo que ha transmitido a sus hijos, pero ahora era obligada por ellos a encerrarse en casa sin entender lo que ocurría fuera. 

Hablando con mi padre, me comentaba sobre una plaza que albergaba las estatuas de los antiguos fundadores de Hungría y que hacía de entrada a un parque enorme. Llevaba buscando ese parque desde que habíamos llegado, todas las guías hacían referencia de él. El parque parecía ser inmenso, por lo que se me antojaba un lugar idóneo para disfrutar de nuestro último día en libertad. 

Antes de ponernos en marcha quise llamar a mi hermano y felicitarle por su santo. No había dicho gran cosa esos días en los grupos y no sabía nada de él. No me fue posible contactarle, a pesar de insistir en ello, y mis mensajes tampoco tuvieron respuesta, lo que me hizo pensar que estaba enfadado conmigo. 

Mientras recogíamos el desayuno y nos disponíamos a salir, observé que un padre amigo del colegio me preguntaba por nuestra situación en el viaje. Hacía tiempo que no le había visto y no le había informado de nada, por lo que dí por hecho que mi hija mayor, rompiendo la regla del silencio, había propagado la historia de nuestro viaje entre todas sus compañeras. En ese momento padecí por como nos estarían poniendo todos los padres del cole sabiendo de nuestra aventura. 

La presión de las críticas por haber salido de viaje, el silencio ahora de mi hermano y el hecho de ser consciente que medio Castellón nos estaría señalando, comenzó a pesarme en ese momento. Sin darnos cuenta, cada vez nos estábamos acercando más a España y esto producía vértigo. Mi mujer me comentaba con una ingenuidad que provocaba ternura, que aquellos que más nos querían eran los que nos animaban a quedarnos. Ahora era a ella a quien más se le estaba atragantando la vuelta.

Pero la suerte estaba echada, nos volvíamos en un día y más nos valía aprovechar lo poco de libertad que nos quedaba.  

Google maps nos advertía de un paseo de más de 20 minutos desde el apartotel hasta la Plaza de los Héroes que hacía de entrada al parque Varosliget. El paseo nos obligaba a recorrer toda la avenida Andrássy, que albergaba bonitos edificios y palacios, lo que hacía apetecible el paseo a pie. 

Nos pusimos en marcha. En la calle nos topábamos de nuevo con los mismos turistas que habíamos visto durante los dos días que llevábamos de visita en la ciudad. Como si se tratasen de extras en alguna película de la que inconscientemente fuésemos protagonistas. Por un momento se nos pasó por la cabeza estar en alguna especie de Show de Truman. 

Un enorme edificio con aspecto estoico, con el nombre de “House of Terror”, y que sirvió a la policía secreta soviética para interrogar, torturar y matar a supuestos opositores al régimen, me sirvió para entretener a los niños con historias sobre la ocupación de los rusos durante el paseo. 


Al final de la avenida nos recibía una enorme estatua en medio de una plaza rodeada de bonitos edificios y arcos que albergaban otras muchas estatuas más de menor tamaño. Se repartían a lo largo de un semicírculo que hacía de entrada a un parque del que no se veían sus confines. 

Los niños se apresuraron a trepar la estatua para fotografiarse con alguno de los siete jefes de los clanes fundadores en ella representados. 

En la plaza invertimos un buen rato, tanto que yo llegué a leer el nombre y periodo de gobierno de cada uno de los reyes y presidentes de Hungría, representados en las estatuas que rodeaban la plaza. Aquel día nos parecía sobrar a todos el tiempo.

Después nos dirigimos hacia una feria cercana que se veía desde la plaza con la esperanza de encontrar algún cachivache funcionando. Todo cerrado, al igual que el famoso balneario de Budapest que nos encontramos enfrente. 

La ilusión de huida había añadido un punto de emoción al viaje, pero la realidad es que aquella sensación de tristeza allí donde íbamos, recorriendo escenarios de parques infantiles precintados, edificios y negocios cerrados y calles vacías, fue la sintonía con la que nos movimos desde que habíamos salido. El mundo entero había decido encerrarse y el hecho de cruzar fronteras atravesando países cerrados, mas que temerario, era una estupidez de la que incluso yo ya me había hartado.  


Con esa pesadumbre atravesamos el parque para dirigirnos hacia un lago que se veía entre los árboles. Unas camas elásticas sin más clientes que los dos hijos de los dueños, nos permitieron dar algo de entretenimiento a los niños. Tras esto no había nada que hacer, más que sentarnos frente al lago para lanzar trozos de bollo a los patos. 

Pero uno se da cuenta que las cosas pueden ser aún peor, cuando, incluso sin nada que hacer, solo el hecho
de embelesarte con el centelleo de la luz reflejada en el agua, reposando en el tronco de un árbol mientras el sol te acaricia la cara, te recuerda el valor de ser libre, y solo el poder disfrutar de eso merecía no estar encerrado. 

No tardaría mi mujer en romper esa calma, saltando abruptamente de mi regazo y apresurándonos a todos para levantarnos. Eran casi las dos de la tarde y estaba decidida a ser servida en un restaurante por última vez en un tiempo. Casi salió corriendo con dos de los niños mientras atendía una aplicación que la guiaba a algún restaurante cercano. A otra de mis hijas y a mi nos costó más desperezarnos del bienestar fortuito en el que nos encontrábamos.

Acabamos en un restaurante húngaro, más bien cutre, y con el tiempo justo para comer. No sé si por la premura de tiempo o porque la gerente se encontró en su negocio una familia que sabía era española, nos recibió con desagrado, pero nos dio de comer.

La verdad que no se comió mal y aún tuvimos tiempo de tomar café. Y en esa sobremesa fuimos asaltados por los avisos de whatsapp del grupo de la peña. Un video con una de las niñas vestida de fallera anunciaba lo que iba a venir: “Sr. pirotècnic, ja pot començar”!!.  

Una pedazo de traca, artesanalmente elaborada, retumbaba en los jardines residenciales de la comunidad de mi amigo, entre los vítores y aplausos de los pocos vecinos que allí había congregados y haciéndonos vibrar de alegría a todos los espectadores que a distancia asistíamos al evento. 



Una hora menos en España, la mascletá la habíamos visto con algo de retraso, pero por vez primera desde que habíamos salido de viaje todos compartíamos una alegría. 

Aquella mascletá le costó a mi amigo una llamada del administrador de la finca para que se recluyese en casa y no volviese a pisar los jardines comunitarios por un tiempo. 

Con las risas sobre el espectáculo y algo más de alegría, nos volvimos al parque. Los colegios ya llevaban cerrados una semana en Hungría y los padres debían estar hartos de tener a los niños en casa, porque ahora nos encontrábamos bastantes familias merodeando en su interior.

Fuimos caminando siguiendo el cauce de un río artificial en el que algún charco avisaba de haber llevado

agua hacía no mucho tiempo.  El parque era muy bonito ahora que lo disfrutábamos en movimiento. Jardines llenos de flores, palacetes y caserones que recordaban al cuento de la Bella y la Bestia deleitaban el paseo.

El parque iba cogiendo más vida. Acumulaciones de gente en alguna caseta o edificación aún nos producían el espejismo de encontrar un bar abierto. Por supuesto ningún éxito, pero acercándonos descubrimos entretenimientos al aire libre para los niños. Canchas de fútbol, espacios de tierra para los más pequeños y hasta un pequeño circuito de circulación abarrotado de niños en bicicleta.  


Acabamos en una cancha de atletismo que ofrecía varias estructuras de gimnasia. Se aglutinaban tantos jóvenes que incluso se hacían colas para usarlas. Hasta yo mismo corrí con zapatos haciendo carreras a mis hijos y saltos de longitud en tierra.

Viendo aquello me volvía a asaltar la indignación sobre lo que estaba ocurriendo en España. ¿Como les podían haber encerrado a todos sin permitirles al menos salir a correr en espacios abiertos?. ¿Que daño podía hacer eso?. Y aún peor, ¿como podían haber aceptado sin rechistar someterse a tal encierro?.

Antes de salir del parque subimos a lo alto de unas pequeñas colinas que encontramos en el camino. Estaba anocheciendo y desde allí se podía ver la puesta de sol y una bonita panorámica de la ciudad. Mi mujer y yo nos sentamos en lo alto de una de ellas, con nostalgia por lo que en poco tiempo ya no podríamos hacer. Mientras tanto, mis hijas, ya unas adolescentes, se lanzaban colina abajo como hacían de niñas, rodando como si fuesen troncos, ahora seguidas por su hermano pequeño. Me pareció bonito. Es curioso que solo podamos apreciar el valor de ciertas cosas cuando las vamos a perder. Y ahora, en aquella colina, todos nosotros sabíamos el valor de la libertad. 


Envié el video a todos los grupos de los niños rodando colina abajo, con la broma de que no habían podido aguantar la idea de encerrarse. 

El día se había acabado. Una vez en el apartamento conseguí hablar con mi hermano. Estaba bien, absorbido por el teletrabajo. Pudimos charlar un rato  y discutir, como siempre, ahora sobre la conveniencia de ciertas prácticas de prevención contra el “bicho”. Ya podía volver tranquilo a casa.


2021. Un año después.

Hace ya un año que volvimos de aquel viaje en el que dejábamos atrás un país lleno de vida, para ir sorteando fronteras mientras el mundo se...